martes, 18 de marzo de 2008

Hora de almorzar

Tinta de pulpo sobre un Rivadavia azul rallado, tapa dura. Lo único que pudo hacer fue manchar la receta de su propia muerte. Mirando nostálgico su hogar desde el ventanal de la cocina ahora su tinta chorrea sobre la pileta de la mesada, su cabeza envuelta en papel de diario y unas manos gordísimas llenas de tinta vierten sus tentáculos en una cacerola que lo espera sabrosísima. Es un mediodía gris típico de julio, los vidrios con el hervor del agua se van empañando y una luz naranja se va acercando desde el horizonte.
No había salido de la cabina de capitán en toda la mañana, le daban pena los muchachos que estaban chupando frió en cubierta entonces agarraba su tasa de te caliente y le daba un trago que lo hacia transpirar. Ya no quedaba nada por hacer las redes estaban arriba y el bicherio estaba guardado, había sido una semana sin sobresaltos, una semana como todas las de trabajo, agua por todos lados, a veces más calma y otras más furiosa. Se empezaban a ver las luces del puerto y todos contentos, almorzarían todos con sus familias excepto algunos jóvenes que no tienen familia en la ciudad.
Llegan al puerto, algunas mujeres con niños esperan a sus hombres, el espera a que todos bajen desde la cabina, se baja la mercadería y no se trabaja más. En la garita de salida del puerto esta atada su bicicleta, intercambia algunas palabras con los guardias y emprende la marcha, media hora de pedalear contra el viento lo espera.
A los cincuenta metros se encuentra con Ernesto y su familia, no se detiene, levanta el brazo izquierdo y saluda. Sigue el camino de la playa.
El agua hierve y la cabeza envuelta en papel de diario ya esta en la basura, se perfuma la casa y solo hay que esperar unos minutos.
Con la bufanda y el gabán abiertos por el ejercicio se baja de la bicicleta cien metros antes de la casa para respirar tranquilo, llega contento pichuco y caminan juntos hasta la puerta de la cocina.
Hora de almorzar.

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